LA MALDICIÓN DEL MONOLITO (Parte I)
Los escarpados peñascos de piedra negra rodeaban a Conan el cimmerio como las fauces de una trampa. No le gustaba la forma en que las dentadas cimas se recortaban contra las estrellas, que brillaban como ojos de araña sobre el pequeño campamento instalado en la parte llana del valle.
Tampoco le resultaba agradable el viento gélido e inquietante que silbaba a través de las montañas rocosas y hacía temblar la hoguera del campamento. El movimiento vacilante de las llamas proyectaba monstruosas sombras negras sobre la pared más próxima del valle.
Del otro lado del campamento, junto a los bosquecillos de bambú y a las matas de rododendros, se alzaban unos pinos gigantescos que ya eran viejos cuando Atlantis se hundió bajo las olas, ocho mil años antes. Un arroyuelo serpenteaba entre los árboles, murmuraba al pasar por el campamento y luego volvía a internarse en el bosque. Por encima de los peñascos se cernía una tenue capa de neblina que atenuaba el fulgor de las estrellas, dando la impresión de que algunas de ellas estuvieran llorando.
Había algo en aquel lugar —pensó Conan— que olía a miedo y a muerte. Casi podía sentir el acre efluvio de horror que traía la brisa. También los caballos lo percibían. Relinchaban quejumbrosos pateando el suelo con los cascos y miraban hacia la oscuridad que los rodeaba más allá de la hoguera, con los ojos en blanco. Los animales estaban cerca de la naturaleza, como Conan, el joven guerrero bárbaro procedente de las desoladas montañas de Cimmeria. Los sentidos de las bestias, al igual que los del cimmerio, percibían el aura maligna con más nitidez que los soldados
turanios, que eran gente de ciudad, a quienes el cimmerio había conducido hasta aquel inhóspito valle.
Los soldados estaban sentados alrededor del fuego, compartiendo la última ración de vino de la noche, que escanciaban de unas botas de piel de cabra. Algunos reían a carcajadas y hacían alarde de las proezas amorosas que llevarían a cabo en los sedosos lechos de Aghrapur. Otros, cansados por la agotadora marcha a caballo, estaban sentados en silencio, mirando fijamente el fuego y bostezando. No tardarían en echarse a dormir, envueltos en sus pesados mantos. Se acostarían con la cabeza apoyada en las alforjas, formando un círculo en torno a la chisporroteante hoguera, mientras dos de ellos permanecían de guardia con sus poderosos arcos hirkanios, preparados para
cualquier contingencia. Los centinelas no percibían la fuerza siniestra que se cernía sobre el valle.
De pie y con la espalda apoyada sobre el gigantesco pino que se encontraba más cerca, Conan se envolvió mejor en su manto para protegerse de la malsana y húmeda brisa de las montañas. Aunque sus soldados eran hombres robustos y de elevada estatura, Conan le sacaba media cabeza al más alto, y sus anchas espaldas hacían que los demás parecieran enclenques a su lado. Su negra cabellera se escapaba por debajo del casco de punta, que enmarcaba el rostro lleno de pequeñas cicatrices teñidas de rojo por las llamas de la hoguera y en el que destacaban unos profundos ojos
azules.
Sumergido en uno de sus accesos de melancolía, Conan maldijo interiormente al rey Yildiz, al bien intencionado, pero débil monarca turanio que lo había enviado a aquella misión de nefastos presagios. Había transcurrido más de un año desde que le fuera tomado el juramento de fidelidad al rey de Turan. Seis meses antes, había sido lo suficientemente afortunado como para merecer este favor del rey, como recompensa por haber rescatado a Zosara, la hija de Yildiz, de manos del demencial dios-rey de Meru, lo que consiguió Conan con la ayuda de un amigo mercenario, Juma el kushita. Finalmente llevó a la princesa, más o menos intacta, hacia el lugar en el que se hallaba su prometido, el Khan de Kujala, jefe de la tribu nómada kuigar.
Cuando Conan regresó a Aghrapur, la esplendorosa capital del reino de Yildiz, pudo comprobar que el monarca era generoso y agradecido. Tanto él como Juma habían sido ascendidos al rango de capitán. Pero mientras que Juma había sido destinado a un codiciado puesto en la Guardia Real, a Conan lo habían recompensado con otra misión arriesgada y difícil. Ahora, mientras recordaba esto, el cimmerio pensó con amargura en los frutos de su éxito.
Yildiz había confiado al gigantesco cimmerio una carta para el rey de Shu de Kusán, un reino insignificante de la zona occidental de Khitai. A la cabeza de cuarenta soldados veteranos, Conan llevó a cabo su ardua misión. Había atravesado cientos de kilómetros de desoladas estepas hirkanias y bordeó las laderas de los elevados montes Talakmas. Después avanzó por desiertos barridos por los vientos y por las húmedas selvas que rodeaban el misterioso reino de Khitai, la tierra más al este de la que tenían noticia los hombres de Occidente.
Una vez en Kusán, Conan encontró en el venerable y filosófico rey Shu un magnífico anfitrión. Mientras el cimmerio y sus soldados eran convidados con comidas y bebidas exóticas, y les entregaban mujeres complacientes, el rey y sus consejeros decidieron aceptar la proposición del rey Yildiz de establecer un tratado comercial y de amistad. El sabio y anciano monarca entregó a Conan un magnífico rollo de seda dorada, con la respuesta formal y con los mejores deseos del rey Kusán escritos en los extraños signos ideográficos de Khitai y en los gráciles caracteres inclinados de Hirkania.
Además de entregarle una bolsita de seda llena de monedas de oro de su país, el rey Shu hizo que lo acompañara un importante miembro de su corte, a fin de que lo guiara hasta la frontera occidental de Khitai. Pero a Conan no le gustó su guía, el duque de Feng.
El khitanio era un hombrecillo delgado, refinado y fatuo, que hablaba con voz suave y susurrante. Vestía una fantástica túnica de seda, poco apropiada para un viaje a caballo y para acampar en aquellas zonas agrestes, y de sus ropas emanaba un perfume que envolvía a toda su exquisita persona. Jamás se ensuciaba las manos, de piel suave y uñas largas, con ninguna de las tareas del campamento, manteniendo en cambio a sus dos criados ocupados día y noche en contribuir a su comodidad y decoro. Conan observaba despectivamente las costumbres del khitanio con el insobornable y varonil desdén propio de un bárbaro. Los rasgados ojos negros y la voz melosa del duque le recordaban a un felino, y se dijo muchas veces que debía tener cuidado de que aquel
aristocrático hombrecillo no lo traicionara. Por otro lado, el bárbaro envidiaba secretamente los exquisitos y cultivados modales del khitanio, así como su indudable encanto. Pero esto no hizo más que contribuir a que el resentimiento de Conan contra el duque fuera mayor aún, pues aunque el tiempo pasado en el ejército turanio había pulido un poco al cimmerio, éste seguía siendo en el fondo el rudo y tosco joven bárbaro de siempre. De nuevo pensó que debía tener cuidado con aquel astuto y malicioso duque de Feng.
-¿Acaso perturbo las profundas meditaciones del noble comandante? -susurró una voz suave que parecía el ronroneo de un gato.
Conan sintió un sobresalto y apretó instintivamente la empuñadura de su espada, cuando reconoció al duque de Feng envuelto en un enorme manto de terciopelo de color verde. El cimmerio iba a lanzar un gruñido y una maldición despectiva. Entonces recordó sus deberes de embajador y convirtió el juramento en palabras de bienvenida que resultaron poco convincentes hasta para sus propios oídos.
-¿Quizás el noble capitán no puede dormir? -musitó Feng, aparentando no haberse dado cuenta de la poco cordial acogida de Conan.
Feng hablaba correctamente en lengua hirkania; ése era uno de los motivos por los cuales había sido enviado como guía de Conan y de sus soldados, ya que los conocimientos que tenía el cimmerio de la melodiosa lengua de Khitai eran casi nulos. Feng siguió diciendo:
-Un servidor tiene la fortuna de poseer un remedio infalible contra el insomnio. Un sabio boticario preparó este brebaje a partir de una antigua receta; se trata de un extracto de capullos de lirio molidos y mezclados con canela y semillas de amapola...
-No, gracias -respondió Conan con un gruñido-. Te lo agradezco, duque, pero se trata de algo raro que hay en este maldito lugar. Un extraño presentimiento me mantiene despierto cuando, después de una jornada tan larga a caballo, debería sentirme tan agotado como un joven después de su primera noche de amor.
Las facciones del duque se contrajeron levemente, como si le molestara el rudo lenguaje de Conan, o tal vez sólo había sido un reflejo de la hoguera. De todos modos, respondió con su proverbial suavidad:
-Creo entender la aprensión del valiente comandante. Ese tipo de sensaciones inquietantes y perturbadoras son habituales en este valle legendario. Aquí han muerto muchos hombres.
-¿Hubo alguna batalla en este lugar? -inquirió Conan. Los estrechos hombros del duque se pusieron en tensión bajo su verde manto.
-No, nada de eso, mi intrépido amigo. Este lugar está cerca de la tumba de un antiguo monarca de mi pueblo: el rey Hsia de Kusán. Antes de morir dispuso que todos los miembros de su guardia real fueran decapitados y que sus cabezas fueran enterradas junto a él, a fin de que sus espíritus continuaran sirviéndolo en el más allá. Sin embargo, la superstición popular asegura qué los fantasmas de aquellos soldados vagan eternamente por este valle.
El noble habló en voz más baja aún.
-La leyenda también afirma que un magnífico tesoro de oro y piedras preciosas fue enterrado con él; de todas las leyendas, creo que sólo esto último es cierto. Conan aguzó su oído y preguntó con interés:
-¿Oro y joyas? ¿Y ese tesoro ya ha sido encontrado?
El khitanio observó a Conan por un momento con una mirada oblicua y escrutadora. Luego, como si hubiera tomado una decisión personal, repuso:
-No, señor Conan, porque nadie conoce el lugar exacto en el que fue enterrado el tesoro... salvo un hombre.
-¿Quién? -preguntó el cimmerio sin rodeos.
-Un humilde servidor, por supuesto.
-¡Por Crom y por Erlik! Si conocías el lugar en el que estaba oculto el tesoro, ¿por qué no lo has desenterrado hasta ahora?
-Mi pueblo siente un profundo terror supersticioso por todo lo relacionado con esta leyenda y con la maldición que pesa sobre la antigua tumba del rey, que está señalada con un monolito de piedra oscura. Por eso jamás he podido convencer a nadie de que me ayudara a desenterrar el tesoro, cuyo escondite sólo yo conozco.
-¿Por qué no lo haces tú solo?
Feng extendió sus delicadas manos de uñas largas y dijo:
-Necesitaba un ayudante de confianza para que me protegiera contra cualquier enemigo solapado, fuera humano o animal, que se acercara a mí mientras me hallaba absorto contemplando el botín. Además, es necesario cavar y hacer otros trabajos pesados. Un caballero como yo no tiene la energía suficiente para realizar esfuerzos físicos tan rudos.
«¡Escucha bien, valiente señor! -siguió diciendo el khitanio-. Este humilde servidor no ha guiado al honorable comandante a través de este valle por casualidad, sino en forma premeditada. Cuando oí que el Hijo del Cielo deseaba que yo acompañara al valiente capitán del este, acepté rápidamente la proposición. Esta misión es para mí un verdadero don de los divinos agentes celestes ya que tú, señor, posees la musculatura de tres hombres corrientes. Y siendo un extranjero nacido en Occidente, doy por sentado que naturalmente no compartes los terrores supersticiosos de la gente de Kusán. ¿Me equivoco?
-No le temo a nada ni a nadie -repuso Conan bruscamente—, sea dios, hombre o demonio, y menos aún al fantasma de un rey muerto hace tanto tiempo. Habla, pues, señor de Feng.
El duque se acercó un poco más a Conan, y su voz se convirtió en un susurro casi inaudible.-Bien, éste es mi plan -dijo-. Como te he dicho, yo quise guiarte hasta aquí porque pensé que podías ser la persona que buscaba. La tarea será sencilla para alguien tan fuerte como tú; en mi equipaje he traído herramientas para cavar. ¡Vamos hacia allí inmediatamente, y en una hora seremos más ricos de lo que jamás hayamos podido imaginar! (Continuará...)