sábado, 18 de octubre de 2008

LAS AVENTURAS DE CONAN EL BÁRBARO



LA MALDICIÓN DEL MONOLITO (Parte II)

El susurro seductor de Feng despertó la codicia dormida en el bárbaro corazón de Conan, pero un dejo de cautela hizo que el cimmerio no asintiera inmediatamente.
-¿Por qué no llevamos a algunos de mis soldados para que nos ayuden? -preguntó Conan bruscamente-. O también podemos hacer que nos acompañen tus criados. ¡No hay duda de que necesitamos ayuda para traer el tesoro al campamento! Feng movió negativamente su delicada cabeza y dijo:
-¡Eso sí que no, honorable aliado! El tesoro está compuesto por dos pequeños cofres de oro macizo, llenos de rarísimas piedras preciosas de gran valor. Cada uno de nosotros puede llevarse una fortuna equivalente al valor de un reino; entonces, ¿por qué compartirlo con más gente? Puesto que el secreto es mío, tengo derecho a la mitad del tesoro. Después, si eres tan generoso como para repartir tu mitad entre tus cuarenta soldados... puedes hacer lo que te plazca.
El duque de Feng no necesitó decir más para convencer a Conan de la conveniencia de su plan. La paga de los soldados del rey Yildiz era escasa y habitualmente la abonaban con retraso. La recompensa que le dieron a Conan por su arduo Servicio en Turan había consistido hasta el momento en muchas palabras elogiosas y vacías y poca retribución pecuniaria.
-Voy a buscar las herramientas -murmuró Feng-. Debemos salir del campamento por separado para no despertar sospechas. Mientras yo preparo los utensilios, puedes ponerte la cota de malla y disponer de tus armas.
-¿Para qué necesito la cota de malla y las armas, si sólo vamos a desenterrar un cofre? –preguntó Conan frunciendo el ceño.
-¡Oh, excelso señor! ¡Son muchos los peligros que acechan en aquellas montañas! Por aquí rondan el temible tigre, el feroz leopardo, el oso y el irascible toro salvaje, por no mencionar las bandas de cazadores nómadas. Puesto que a nosotros, caballeros de Khitai, no se nos enseña a usar armas, tú has de estar preparado para luchar por los dos. ¡Créeme, noble capitán; sé perfectamente lo que digo!
-¡Está bien! -concedió el cimmerio refunfuñando.
-¡Excelente! Ya sabía yo que una mente superior como la tuya apreciaría la fuerza de mis argumentos. Y ahora vamos a separarnos; nos reencontraremos al pie del valle cuando salga la luna. Tendremos tiempo de sobra.
La noche se hacía más oscura y el viento más frío. El cimmerio volvió a sentir la extraña premonición de peligro que experimentó al entrar en aquel valle abandonado al atardecer. Mientras caminaba en silencio al lado del diminuto khitanio, Conan miraba cautelosamente a su alrededor. Las abruptas paredes rocosas fueron estrechándose a ambos lados hasta que apenas hubo sitio para caminar entre el acantilado y la orilla del arroyo que pasaba susurrando a sus pies.
Detrás de ellos apareció un fulgor en el cielo brumoso, allí donde la cima de los acantilados parecía morder el firmamento. El fulgor se volvió más intenso y se convirtió en una opalescencia nacarada. Luego las paredes del valle se ensancharon hacia ambos lados, y los dos hombres se encontraron pisando una zona cubierta de hierba que se extendía a lo lejos. El arroyuelo se torció hacia la derecha y se perdió borboteando entre las orillas cubiertas de helechos.
Al salir del valle, asomó la luna creciente sobre los picos de los acantilados que quedaban a sus espaldas. A través de la tenue neblina, daba la impresión de que estuvieran contemplando el paisaje desde debajo del agua. Los débiles e ilusorios rayos lunares alumbraban una pequeña colina de contornos redondeados que se encontraba directamente frente a ellos, más allá del césped. Más atrás, se alzaban unos montes escarpados y cubiertos de bosques como un oscuro telón de fondo bajo la luz de la luna.
Al contemplar la luna que parecía arrojar polvos de plata sobre la montaña, Conan olvidó sus presentimientos, puesto que allí se alzaba el monolito del que había hablado Feng. Se trataba de una columna de piedra negra, con una superficie suave y lisa, de un brillo pálido, que se encontraba en la cima de la colina y traspasaba la capa de niebla que cubría la tierra. La parte superior del monolito aparecía como una mancha borrosa.
Allí, pues, se encontraba la tumba del rey Hsia, muerto hacía mucho tiempo, según lo que había contado Feng. El tesoro seguramente estaría enterrado debajo del monolito, o bien a un lado. En seguida lo sabrían con certeza.
Con la pala y la barra de hierro que le había dado Feng apoyadas sobre su hombro, Conan se abrió paso entre unos matorrales de rododendros y comenzó a subir por la ladera de la montaña. Se detuvo un momento para ayudar a su diminuto compañero. Después de un breve ascenso, llegaron a la cumbre. Delante de ellos se hallaba la columna, que surgía del centro de la superficie convexa de la cima. Conan pensó que aquella colina probablemente fuera artificial: un túmulo como el que se construía para enterrar los restos de los grandes jefes en su país. Si el tesoro se hallaba debajo de aquel terraplén, tardarían más de una noche en desenterrarlo...De repente Conan sintió un sobresalto y lanzó un juramento, al tiempo que aferraba la pala y la barra de hierro. Una fuerza invisible atraía las herramientas hacia la columna. Se inclinó en dirección contraria al monolito, con los poderosos músculos hinchados por el esfuerzo. Pero palmo a palmo, sin embargo, la extraña fuerza fue arrastrándolo hacia ella. Cuando el cimmerio vio que sería empujado en contra de su voluntad hacia el monumento, soltó las herramientas y éstas volaron hacia la columna, golpearon con un estrepitoso ruido metálico en el monolito y quedaron pegadas a él. (Continuará)

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